El silencio reinaba sobre la gran plataforma de hielo, mientras una densa bruma se movía lentamente sobre ella, dejando vislumbrar, poco a poco, un hermoso bosque, enmudecido por el frío matinal. Tímidamente, el sol colaba sus primeros rayos entre la niebla, iluminando la brillante capa de hielo como si fuese un gran espejo.
De repente, interrumpiendo el silencioso paisaje, se escucharon unos pasos que se arrastraban pesadamente, acompasados por una dificultosa respiración. Tras ese eco, apareció una figura que se deslizaba fatigosamente por entre las rocas congeladas. Era Hertom, un joven humano arropado con cueros y pieles de animales. Entre sus manos llevaba un gran tesoro: una esfera de piedra que irradiaba una luz blanquecina y que él cuidadosamente intentaba cubrir con una vieja manta manchada de sangre, sangre que goteaba y se extendía por las plataformas tiñéndolas de un rojo púrpura que se volvía rosado al contacto con el hielo.
Comenzó a escalar con mucha dificultad por la ladera de una gran roca congelada, bordeando una monumental escalera que, en ese momento, brillaba más intensamente con la luz de la mañana y cuyos enormes peldaños medían unos cinco metros de ancho y dos de largo.
Su pierna le dolía, pero no como para detenerse, debido al miedo de ser encontrado nuevamente por Urtum. Sin embargo, se sentía protegido, lo percibía, lo había soñado todo, desde ese bosque encantado y petrificado por el frío, hasta esta magnífica escalera gigante que parecía llevar al cielo. Pero en un momento de descuido, se le resbaló la esfera rodando hasta el inicio de la escalera y mientras la veía caer, casi a cámara lenta, le pareció escuchar un canto de voces femeninas, melodía que, al detenerse la esfera, se silenció profundamente.
Hertom comenzó a gemir agotado y luego gritó con todas sus fuerzas:
-¡¡NOOO, EGRAPS, AYÚDENME, EGRAPS!!
De inmediato, un gran destello azul se proyectó desde el principio de la escalera junto a un sonido de voces guturales que parecían provenir de las entrañas de la tierra, momento en que Hertom se desvaneció, quedando todo negro.
-Hertom -le decía una voz femenina dentro de su cabeza–, bienvenido… despierta.
Hertom abrió lentamente sus pesados ojos y en la penumbra vislumbró una imponente fogata en una chimenea, al fondo de una enorme sala cuyas paredes, iluminadas por el fuego, se veían de piedra pulida, con unas vetas en tonos lila y marrón. Mientras se incorporaba, se dio cuenta de que estaba reposando sobre una gigante hoja como cama, cuyos extremos se sostenían a unas rocas de cuarzo mediante un amarre de pita. Una fina tela le cubría el cuerpo. Su herida, vendada con un gran pétalo de rosa impregnado con un polvo brillante, ya no le dolía. Curioso, trató de sacarse el vendaje para comprobar qué medicina tenía colocada sobre ella.
-Es polvo de hadas -le dijo nuevamente la voz dentro de su mente-, no te toques, déjalo como está.
-¿Quién eres? -dijo sobresaltado-, ¿por qué no puedo verte?, ¿cómo sabes lo que pienso?
-Calma, haz de a una tus preguntas -le dijo nuevamente-, todo tiene su momento.
-Ahora entiendo por qué estoy aquí -dijo él, observando hacia todos lados de esa gran habitación-, son mis sueños… lo saben, yo lo sé… ¿verdad?
-Egraps tiene este método para acercarse a los humanos y no podemos transgredirlo. Eso lo saben todos ustedes, los humanos -dijo la voz.
-Pero ustedes antes confiaban en nosotros, eran nuestros protectores –dijo Hertom.
-Infinitas son las formas de la verdad, pues nunca hemos dejado de hacerlo, sólo que ahora son otros los tiempos.
-Esa desconfianza es por Urtum, ¿verdad? -dijo asomándose hacia abajo, tratando de hallar a su interlocutora.
En esos instantes, se abrió con oxidado rechinar, una inmensa puerta de madera al fondo de la sala, mientras una argolla de fierro forjado se mecía por el movimiento. Tras ella, apareció un enorme ser de diez metros de alto, vestido sencillamente, descalzo, con un pantalón de lino y una camisa blanca de algodón. Su rostro era joven y hermoso, de negro cabello largo y cuyas verdes pupilas resaltaban sobre su piel tostada.
Sonriente, se acercó a Hertom y le ofreció la palma de su mano para que se subiera a ella. Observándolo más de cerca, el humano se percató de que en su cuello traía colgando la esfera, esta vez aún más luminosa. ¿Cómo llegó hasta allí?, se preguntó.
El gigante lo miró, adivinando de inmediato sus pensamientos y volvió a sonreírle, mientras mantenía la palma de la mano extendida, invitándolo a subir.
-Hertom -dijo nuevamente esa dulce y femenina voz dentro de sí-, ven… te estábamos esperando.
-¿Quién eres?, ¿dónde estás?- expresó en sus pensamientos.
-Aquí -respondió ella.
De la esfera apareció un destello dorado intenso que, poco a poco, se extinguió. El gigante sonrió de nuevo y le dijo:
-Ya es hora de alimentarse, ¿no?… ¿tienes hambre?
Hertom, aún anonadado por la aparición de la luz en la esfera y ese majestuoso ser que le hablaba tan dulcemente, asintió con la cabeza y se subió a la enorme mano. En la medida que se sentía mecido entre los dedos del gigante que se habían cerrado suavemente para protegerlo, comenzó a recordar:
Aquello era tal como contaban sus antepasados, viejos sabios en torno a una gran fogata que alcanzaba para calentar a toda la comunidad. Niños y bebés escuchaban atentos sus historias de gigantes, de aquellos grandes amigos que los protegían de esas tribus que, endurecidas de corazón, luchaban entre sí y contra todo pueblo distinto al suyo.
– Nuestros gigantes eran fuertes y sabios, pues es fuerte quien conoce el valor del corazón y rehúsa las apariencias -dijo el anciano, iniciando su historia en torno a la hoguera, mientras se levantaba de vez en cuando a atizar el fuego con una gruesa rama-. “El odio es un arma letal para nuestros guerreros” -decían los Egraps-, “el combate real es con uno mismo. Un gran guerrero reconoce sus sombras, pues en ellas reside su fortaleza”. Fue así que comenzó esta amistad con los Egraps -continuó relatando el anciano-, en la medida que nuestros guerreros, orientados por los gigantes, se alejaron del odio y cultivaron la tierra. Sinuil, nuestro gran líder, fue el primero en toparse con uno de ellos, mientras caminaba por unas montañas en busca de medicina para su hijo.
El pequeño estaba agonizando por una extraña enfermedad. En este pueblo la enfermedad no existía como tal y nadie se percató ni entendía por qué el niño no quería jugar ni sonreír más, hasta que cayó en cama y de allí no se levantó. Sus padres, aterrorizados, acudieron a sus sueños, pues eran una raza cuyos sueños guiaban todas sus costumbres, desde las cosechas, los traslados, hasta casamientos y nacimientos. Sinuil soñó esa misma noche con una gran gruta y una hierba de color lila que se mecía con el viento en la punta de un peñasco y que él inútilmente intentaba agarrar, hasta que, de repente, sintió que “algo” lo levantaba y ayudaba a tomar la medicina. Temprano de mañana se reunieron con los ancianos y él les contó su sueño. Uno de los chamanes del grupo había soñado también con Sinuil en medio de una sala gigante de piedra pulida en tonos lila y marrón donde una voz decía:
“El tiempo ha comenzado, el ánfora está llena y debe vaciarse, pues en el fondo está la verdad brillando con miles de coros del cielo que relatan la historia de la humanidad. Solo un alma de noble corazón traerá este tesoro y se restaurarán sus espíritus solitarios llenos de dolor”. Otros soñaron con una barca blanca llena de gentes de la tribu alejándose de la orilla y yendo hacia un gran castillo de piedra, cubierto de niebla y hielo con Sinuil al frente guiándolos hasta el recinto. Los ancianos, sentados en círculo en torno a una hermosa piedra blanca, después de relatar los sueños al guerrero, se tomaron de las manos y el más antiguo se dirigió a Sinuil: “Es tu momento… son los sueños… te esperamos en la barca.” Y así fue como Sinuil entendió que debía partir. Abrazó a su esposa, la besó, tomó una pequeña alforja que ella preparó para el viaje, caminó hacia el rincón de la ruca donde estaba su pequeño niño, le besó la frente ardiendo por la fiebre y se marchó. Los Egraps -continuaba el viejo- buscaban una forma de acercarse a nosotros, sin que nos asustáramos por su tamaño, creencias y costumbres. Y aquella tribu de nuestros antepasados fue la elegida, pues aún conservaban vestigios del recuerdo real de la misión de la humanidad en este planeta.
Muchos pueblos ya se habían perdido en el olvido, el temor y el odio, creciendo estas emociones como malas hierbas dentro de sus corazones. Ahora ese virus estaba penetrando en nuestra tribu, que había sobrevivido hasta entonces a tales efectos, siendo el momento preciso de actuar. Sinuil llegó al lugar soñado y al ver la hierba con una flor lila al final del peñasco agitándose suavemente, cerró los ojos confiadamente y se sintió elevado. Algo lo llevaba hasta su objetivo pues, tras extender las manos y abrir los ojos para tomar la hierba, se encontró posado sobre una mano gigante que amorosamente le ayudaba en su misión. Primero se sobresaltó y luego, poco a poco, se dio la vuelta para observar la mano, el brazo, el hombro, hasta llegar al hermoso rostro de una mujer. Iba ataviada con velos blancos a juego con su pálida piel. Sus ojos, color lila como la flor, le sonreían dulcemente. En su frente lucía una joya de plata y en el medio de ésta, una esfera que brillaba con una luz clara. Ella le habló desde su mente y le dijo: “¡Oh, magnífico Sinuil, cómo ansiábamos este encuentro! No fue fácil seguirte en tus sueños. La medicina es para todos, no solo para tu hijo, él fue la forma de atraerte hacia nosotros. Ya pronto estará bien.” Sinuil respondió impresionado y emocionado: “¿Quiénes son ustedes?”. Y el gigante se presentó: “Somos los Egraps, que venimos a ayudarlos y entregarles enseñanzas del cosmos. Llévanos a tu pueblo en la próxima luna llena. Nos reuniremos aquí mismo. Explícales quiénes somos y así terminaremos de contarles cuál es nuestra misión para con ustedes. Por ahora vuelve a tu pueblo, lleva esta medicina, reúnelos y prepáralos para el próximo encuentro.”
Ella, con Sinuil en su mano, inició el camino de regreso al poblado donde llegaron en un instante, que para él, en la ida, significó dos días de caminata. Lo dejó suavemente en tierra firme a un kilómetro de su hogar, inclinó la cabeza en gesto de despedida y se esfumó como humo en el aire. Ella era Merzat, la hechicera gigante -les contaba el anciano a los pequeños de la tribu, que no perdían detalle y casi ni respiraban al escuchar-. Ustedes saben que solo con nombrarla, ella nos protegerá y siempre estará junto a Merzafil, el noble y gran guerrero de los gigantes. Ambos vinieron a esa histórica reunión de luna llena donde se presentaron ante nuestra comunidad. Yo era muy pequeño, pero nunca olvidaré mi impresión al verlos aparecer en aquella luminosa noche. Mi padre había llegado con la medicina y, tras tomarla, mis pesadillas volvieron a convertirse en plácidos o reveladores sueños. Sepan también, pequeños y pequeñas, que nuestra raza era la elegida y cada uno de nosotros tenía la misión de seguir soñando y contactándose con ellos. Todo comenzó muy bien, algunos pueblos se acercaron y compartimos ganados y cosechas, aumentando así nuestra población. Los Egraps nos ayudaron a construir grandes templos para nuestras ceremonias sagradas. Aquella noche nos contaron, como quien habla a sus pequeños hijos e hijas, que nuestra raza portaba un gran tesoro y que años más tarde sería revelada la verdadera razón de nuestra existencia. Ahora solo era el momento de presentarse ante nosotros, cuidarnos día y noche, enseñarnos sagradas formas de comunicación a través de la arquitectura de los templos, de rituales con la tierra y su cultivo, el modo de interpretar las estrellas y los ciclos de las estaciones. Los equinoccios y solsticios siempre serían grandes fiestas abundantes en frutos, bailes y risas. ”Agradecedlo todo, pues todo está dado para estos hijos e hijas amados que cubren ahora este planeta”, nos decían. Fueron dichosos tiempos que quedarían impregnados en la memoria de la humanidad. Vivíamos en paz y aquellos tiempos de guerra, en que nuestros bisabuelos emigraron para tierras más tranquilas, pasaron al olvido. Estas épocas de paz las disfrutaron solo unas generaciones, hasta que apareció otra tribu queriendo unirse a nosotros. Los aceptamos felizmente pero, poco a poco, brotaron los desacuerdos, peleas y enfermedades. Las pesadillas regresaron y, junto con ellas, la desconfianza. Muchos grupos de nuestra comunidad quisieron emigrar a otras tierras, buscando nuevamente la paz, pero fue inútil, la semilla del miedo fue sembrada y ya no se sabía quién la portaba -explicaba el anciano, mientras se inclinaba a abrazar a un pequeño que lloraba-. Así es como llegamos hasta el día de hoy en que estamos reunidos todos los contactados con Egraps, esperando su llegada a esta urgente reunión donde nos convocaron, a la tribu de los soñadores, la tribu azul, como ellos amorosamente nos llamaban.
Los recuerdos de Hertom se esfumaron cuando los pasos del gigante se detuvieron y abrió sus pesadas y a la vez gráciles manos, permitiéndole ver que se hallaban en un espacio de cuyas paredes emanaba una luz violácea, pues allí no había ventanas. Era una sala circular donde esta luz emergía de todos lados. Al medio había una enorme mesa circular de un cristal transparente en cuyo centro se encontraba otra más pequeña, a la medida del humano. Contenía alimentos de todo tipo sobre un plato de madera y un vaso, ambos con las siglas “T. A” en plata incrustada.
El gran ser lo dejó con mucho cuidado en el suelo y en silencio se retiró, cerrando suavemente la puerta, que también era circular.
Hertom observó la abundancia de la mesa y pensó cuánto tiempo hacía que no veía algo así, embargándole de repente la nostalgia por sus seres amados, su mujer, sus pequeñitos… No, no quería volver a pensar en ello, ahora debía cumplir con su misión, que aún no sabía concretamente cuál era, pero que había soñado desde que comenzó el camino. Lo hizo tratando de relajarse para no dejar que las pesadillas volvieran y así poder guiarse, a través de sus sueños, hacia el lugar de los Egraps.
Fue muy duro abandonarlo todo -pensó-, pero en realidad, ya no le quedaba nada desde el día que apareció Urtum dando aquellas zancadas que hicieron retumbar el suelo… y su vida. Los recuerdos de Hertom se dirigieron ahora al momento en que vio a esos enormes seres y después retrocedieron más tiempo aún, cuando todo cambió para su gente.
Desde las primeras guerras desatadas entre las tribus, ellos pensaron que estaban siendo castigados por no saber mantener la paz y conservar el tesoro guardado: la esfera que fue entregada a sus abuelos y abuelas en aquella reunión de luna llena. Había pasado de mano en mano, de guardián en guardiana, sin ninguno preguntarse qué significaba realmente, pero protegiéndola con la vida misma.
-Es hora de separarse, amigos míos -les dijeron en aquel encuentro en que les entregaron el tesoro-, así será más difícil para ellos encontrarlos y dañarlos.
-¿Quiénes quieren dañarnos?- preguntó un guardián anciano, mirándolos seriamente.
-Aún no lo sabemos, pero estamos pensando qué hacer -respondió el guerrero Merzafil -. Divídanse en pequeños grupos antes del amanecer, pues después deberán mezclarse discretamente con tribus distantes. Antes de ello, es necesario estar un par de lunas escondidos en los bosques y montañas, reservando fuerzas y enlazados a través de los sueños para no contagiarse con el virus. A los demás no les cuenten de nuestra existencia, va a ser lo mejor.
-¿Y por qué no nos llevan y nos protegen ustedes en su templo sagrado?- consultó atemorizado el más joven de la tribu.
-No podemos, lamentablemente no podemos -dijo, agachando la cabeza-, tendremos que ausentarnos un tiempo de este planeta. Pero tendrán un sueño que nos traerá de vuelta, cuando sea el momento de combatir.
-¿Combatir? ¿Ustedes pelean también? -dijo el joven confundido.
-Eso es todo lo que les puedo informar -dijo Merzafil. Entonces se levantó y comenzó a marcharse.
-Espera -dijo la dulce voz de un pequeño niño que corría a su encuentro.
Merzafil se dio vuelta lentamente, con el rostro humedecido por las lágrimas y se inclinó donde estaba el niño, que lloraba también.
-Te esperaremos, Merzafil -le dijo el pequeño, intentando sonreír-, sé que nos veremos algún día nuevamente, lo siente mi corazón.
Y como caen las hojas del otoño, se alejaron los pasos de aquel guerrero que enseñó a los hombres y mujeres a cultivar la tierra y el alma.
“Así, muchos años más adelante -recordaba Hertom-, con esos pasos que volvían a estremecer el suelo, después de tanto tiempo, apareció Urtum. Él se regocijaba por reencontrar a sus grandes amigos, pues los había extrañado en silencio. La tribu en que se encontraban entonces no sabía de la existencia de los Egraps, solo unos pocos se reconocían en esa mirada silenciosa y cómplice, aunque no hablaban al respecto, pues era parte de las instrucciones desde aquella última separación de la tribu azul. Su mujer le sonreía dulcemente, como diciéndole “ya volvieron” y su anciano padre que había estado sentado con sus dos pequeños nietos contando las estrellas con piedras, como los Egraps le habían enseñado, se levantó para recibirlos. Así salieron de la ruca a esperar, mientras los demás miembros de la tribu gritaban asustados y corrían al sentir tan extraño temblor. Fue entonces cuando Urtum llegó”.
Hertom se arrodilló y comenzó a llorar, mientras un pedazo de pan se desmigajaba entre sus manos temblorosas. Si lo hubiese sabido, todo habría sido diferente. Ellos estarían vivos si lo hubiese soñado.
De repente, una suave música emergió de aquellas paredes que se tornaron de un color celeste y empezaron a reflejar un hermoso paisaje primaveral, transformando la sala en un bosque lleno de vida y sonidos silvestres.
Algo en su corazón cambió, se sintió protegido y acunado por las aves que cantaban a su alma.
-Por favor, perdónate… nada cambiará y nada hubiese cambiado. Hay cosas que están labradas firmemente en el destino y no se pueden borrar. Son los acuerdos que, aunque no lo recuerdes, tú firmaste con cada uno de tus seres amados antes de nacer -le decía aquella tierna voz que volvía a escuchar en su interior, y que continuó-. Aquí te quedarás hasta sanarte completamente de tu dolor, pues queda mucho por recorrer y combatir junto a nosotros, que te esperábamos.
Hertom atendía intensamente cada una de aquellas palabras mientras miraba alrededor, pero esta vez no para buscar a su interlocutora, sino para contemplar aquel mágico lugar del que emergía el corazón de quien le hablaba, cuando una sonrisa se esbozó en su acongojado rostro. Se sentó para comer, cosa que hizo con gran avidez, pues muchos días habían pasado desde la última vez que se alimentó, ya que estuvo ocultándose de Urtum en cuevas y bajo gigantescos árboles intentando soñar y seguir su camino hacia los Egraps.
En la medida que comía, se percató que su pena menguaba y la paz que tanto anhelaba volvía a su interior. Lo sabía, eran frutos de las hadas. Ellas tenían la habilidad de encantar un corazón dolido mediante sus magias sanadoras con los alimentos. Las hadas se manifiestan como diminutas apariciones entre los prados meciéndose por el viento, lucecitas traviesas que juegan y hacen reír a los niños y niñas. Sus hijos las adoraban. Antes de dormir siempre escuchaban las historias hechizadas de hadas, magos, dragones y gnomos que los seducían con sus encantos.
Y él ahora estaba paladeando sus especialidades culinarias, comida con fragancia a dulces recuerdos que le hacían dormir profundamente, llegando al fondo de su dolor y vertiendo en él un bálsamo de paz vinculada a los recuerdos de la niñez, pues ésa era la misión de las hadas, recordarnos la simpleza de la vida y fortalecernos con ella.
En esos instantes aparecieron ellas rodeándole con su tintineo y tímidas luces. Un polvo brillante cayó de sus alas y después se retiraron, hasta que todo volvió a quedar en silencio.
-Gracias -les dijo bostezando y estirando el cuerpo-, tienen razón, volveré a recordar mi infancia.
Empezó a sentir su cuerpo pesado. Mientras luchaba por mantenerse despierto, logró vislumbrar entre sus pesados párpados a un gigante apareciendo en el cuarto. Éste lo tomó delicadamente entre las manos, recostándolo en la hoja que pendía de los cuarzos. Las paredes de la habitación volvieron a su normal apariencia y se durmió como un bebé en brazos de su madre. Entonces comenzó a soñar.
Caminaba en un desierto, donde el calor distorsionaba la vista, como si hubiese aceite en el aire. Tras caminar incontables kilómetros, al final del árido paisaje, había unas piedras torcidas por la erosión eólica y, entre ellas, apareció una serpiente roja y amarilla ascendiendo pausadamente. Él se acercó al animal, que se giró y lo miró directamente a los ojos, levantándose sobre su parte posterior. Tras unos segundos, se abalanzó sobre él mordiéndole fuertemente en el corazón. Éste comenzó a sangrar profusamente y un inmenso dolor emergió junto con los recuerdos:
“Mis hijos fueron los primeros que corrieron hacia los gigantes, pues siempre les hablamos secretamente de los Egraps. Mientras tanto, los demás niños y niñas se escondían junto a sus padres, sin entender qué les pasaba a estos pequeños, llegados de lejanas tierras, que corrían hacia esos seres descomunales.”
Eran varios, Hertom no conocía a ninguno de ellos, pero era tal la ansiedad, que no se preguntó por qué nunca los había visto. Su esposa le tomaba la mano, como queriendo retener la felicidad que la embargaba.
Y allí lo vio a él, Urtum, vestido de negro, con una gran capa del mismo color y sosteniendo un puñal en la mano izquierda… ¿un puñal?… En esa milésima de segundo gritó desesperadamente a sus hijos, que con toda inocencia corrían hacia la muerte, pero ya era demasiado tarde. Urtum los aplastó como quien aplasta la hierba cuando camina descalzo sobre ella y siguió avanzando hacia su propósito sin tener la menor intención de cuestionar lo que hacía. Era una gigantesca máquina de matar. El grito desgarrador de su mujer aún le perforaba los tímpanos cuando, de repente, algo lo tomó por su espalda. Eran unos colmillos gigantescos que, acompañados de un rugido aterrador, le hicieron perder el sentido. Los alaridos de sus seres amados quedaron flotando en el aire de aquel espantoso recuerdo, mientras todo quedó ennegrecido y mudo. Pensó que había muerto en las garras de aquella terrorífica criatura, o eso hubiese querido realmente, pues desde aquel momento, ya no deseaba seguir vivo.
Al abrir los ojos después de varias horas, se encontró con un pequeño dinosaurio de cuello largo durmiendo a su lado y que respiraba profundamente, agitando con cada exhalación unas ramas del gran árbol que los cubría en su escondite. Unos metros más allá de este animal, se hallaba la esfera, oculta bajo unas hojas que no impedían vislumbrar su brillo.
Intentó levantarse, pero se dio cuenta que su pierna estaba malherida y, al quejarse, el dinosaurio se despertó. Éste lo miró fijamente, levantó las encías, mostrando sus grandes colmillos y cerró nuevamente los ojos, volviendo a dormirse.
Con ello, Hertom entendió dos cosas: que la pesadilla de los inesperados gigantes asesinos era real y que aquel enorme bebé lo estaba protegiendo por alguna desconocida razón. Entonces recordó a su mujer y a su anciano padre, ¿dónde estaban? ¿Lograron escapar o murieron como sus pequeños en manos de esos desgraciados?
El dolor le impedía moverse y desde esa impotencia surgió un grito desesperado:
-¡Nooooo! ¡Quiero volver! ¡Mi familia, mi gente!
De un gran sobresalto, el dinosaurio se incorporó y lo miró inclinando su cabeza, como no entendiendo lo que trataba de decir aquel pequeño humano.
-Tú no entiendes nada, ¿verdad?… ¿por qué se te ocurrió llevarme en un momento como ese?, animal inútil -le reprochó Hertom colérico, mientras se agarraba de una rama e intentaba levantarse con todas sus fuerzas.
-¡Contesta, desgraciado bicho!, ¿qué mierda hago hablando con un dinosaurio?
La criatura se sentó y lo miró en silencio hasta que de sus ojos brotaron grandes lágrimas. Después estiró el cuello hacia el cielo aullando fuertemente. Se acercó al árbol y tomó entre sus colmillos un fruto, soltándolo cerca de Hertom, hasta que rodó junto a él. A continuación suspiró, giró unas tres veces sobre sí mismo y se echó dándole la espalda.
-Hertom, Hertom, despierta -dijo la voz del gigante mientras lo mecía con el dedo índice en su hamaca de hoja-, estás llorando hace mucho rato. Sal de allí, pequeño. Toma -le dijo, pasándole un fruto azul– come, vamos, pronto todo pasará.
-Gracias– le respondió el humano incorporándose-, gracias –repetía mientras comenzaba a comer lánguidamente el fruto que le entregaba su amigo.
-Gracias a ti- le dijo el gigante emocionado mientras una lágrima humedecía su rostro, e inclinándose hacia él prosiguió -, gracias porque tus fuerzas hicieron más intensas mis esperanzas de volver… ¿te acuerdas? Tú me dijiste “te esperaremos, sé que nos veremos algún día nuevamente, lo siente mi corazón”.
Hertom se atragantó con la fruta y lo miró por primera vez directamente a sus verdes ojos.
-¿Merzafil? -le dijo-, ¿eres tú? ¡No lo puedo creer, Merzafil! ¡Te esperé, te soñé tantas veces, eras el héroe de mis hijos en las historias de fogata! –recordaba conmocionado – ¿por qué tardaste tanto tiempo, Merzafil? ¡Ellos querían tanto conocerte! ¡Ayyy, cómo duele todo esto, amigo mío!
-Lo sé, querido -le respondió quebrado-, un guerrero pasa por todas estas cosas. Tu dolor es tan profundo que me hiere a mí también, tan transparente que lo veo como si fuese propio y tan real como el amor que te tengo. Pero ahora lo importante es que te recuperes totalmente de tu pérdida, pues no puede quedar ningún vestigio de dolor y de odio en tu corazón, ya que sería muy fácil entrar con el virus y hacerte olvidar la razón esencial de tu regreso.
-¿Mi esposa, mi padre… están…? -le preguntó Hertom a Merzafil.
-No puedo responderte ahora -le contestó interrumpiéndolo-, no sería bueno para tu sanación.
-¿Pero acaso no es mejor saber todo de una vez y así cicatrizarlo junto? -le dijo sin entender.
-Son órdenes superiores -le explicó agachando la mirada y señalando la esfera que llevaba colgada al cuello.
-Entiendo… -dijo decepcionado y enojado- tú sólo cumples órdenes, ¿verdad?
-No entiendes nada -le dijo tristemente Merzafil, dándose la vuelta para retirarse del cuarto.
Hertom se sentó y sollozó amargamente.